domingo, 1 de enero de 2012

IV Edición del Concurso de Relatos

Temática: Esta vez la idea es muy simple, el relato tiene que desarrollarse en esos lugares cargados de literatura que son los vagones de metro.

Extensión: Los relatos tendrán un extensión de entre un mínimo de 100 y un máximo de 450 palabras.

Método de envío: Los relatos se publicaran automáticamente como comentarios de la entrada correspondiente en el blog.


Identidad:
Los autores permanecerán completamente anónimos hasta después de la votación. Es imprescindible el uso de un pseudónimo. Para ello se puede publicar el comentario como Anónimo. Eso sí, no os olvidéis de escribir al principio o al final del relato vuestro pseudónimo correspondiente. Si queréis, enviadnos un correo a relatos.fundamentales@gmail.com indicando qué pseudónimo habéis escogido, no abriremos ningún correo antes de la votación. Se recomienda cambiar de pseudónimo con cada concurso para preservar el anonimato.

Fecha límite: Los relatos tendrán que ser enviados antes del viernes 27 de enero de 2012.

Votación:
Una vez entregados los relatos, los participantes serán invitados (el sábado 28 de enero) a cenar en la casa del ganador de la III edición donde se elegirá al ganador de esta edición. A la hora de votar, cada participante repartirá con total libertad 10 puntos entre los relatos de los demás participantes. Antes de la cena se depositarán los votos en una urna que se abrirá al final de la velada. Durante la cena cada autor leerá sus relatos y se comentarán con el resto de participantes.

Premios: El ganador mensual recibirá ánimos y/o halagos proporcionales a la calidad de su obra. Se le concederá un trofeo (fabricado a mano especialmente para el concurso) y acceso como autor del blog para que proporcione la nueva temática del siguiente concurso, así como sus características.

12 comentarios:

  1. Hace cosa de un año me desplacé en metro desde A hasta B. Era una hora temprana y, al igual que el niño (hijo) y el hombre (padre) que viajaban en los asientos de enfrente, había tenido el privilegio de encontrar asiento. Las similitudes en la forma, color y tamaño de sus ojos denotaban una cercana conexión genética. El niño (hijo), de unos cuatro años, escuchaba al hombre (padre), de unos cuarenta, atentamente. El niño (hijo) seguía cada inflexión de la voz, los movimientos ondulantes con los que el hombre (padre) acompañaba las palabras y, de tanto en tanto, congelaba su ya mínima actividad cuando el relato alcanzaba un punto culminante. Después de esos frecuentes máximos el niño (hijo) dirigía al hombre (padre) una mirada cargada de embeleso, amor y estupefacción.
    Envidié esa forma de amor. Mi breve viaje de A a B era una oportuna metáfora del caos interior en que vivía, dentro del cual B no existía sino como una alejada ilusión. La red de metro en la que A y B eran nodos anónimos se me antojaba un nudo de víboras. Durante aquellos días de descreimiento y venganza emocional contra el pasado, era mi convencimiento que cualquier forma de amor me serviría de vaina, una vaina dentro de la que la doliente crisálida que me había construido como reflejo debía convertirse en mariposa.
    Conocer a una mujer, convencerla para tener un hijo, criarlo, hacer que me llamará “papá”, esperar que la naturaleza no fuera demasiado retorcida y recibir como recompensa chorros de amor filial que, aunque destinados a extinguirse algún día como consecuencia de una transmutación hormonal, me colmarían durante un tiempo. ¿El precio era demasiado alto? No había ningún paso en falso en todo ese proceso, ninguna mentira, nada de lo que tuviera que avergonzarme al mirarme en el espejo. Si me propusiera acometer la tarea sólo sería un hombre honesto en busca de amor verdadero, nunca un criminal.
    De nuevo me fijé en el hombre (padre) y el niño (hijo). El niño (hijo) seguía atendiendo a las palabras del hombre (padre), con ojos secos y alucinados, mientras el vagón chirriaba sobre los raíles. Imaginé el tacto mullido e inocente de mi futuro hijo, su olor mezcla de polvos de talco y baba. El impulso de buscar mi vaina, de acometer la tarea, se mostraba cada vez más definido. Mientras, como una letanía, me repetía para mis adentros que la tarea no era arriesgada, que sólo pondría en juego, para siempre, la vida de un nuevo ser.

    Pseudónimo: Deseserado

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  2. Pensaba que las putas no cogían el metro. Después de mi reciente pero intensa experiencia como cliente he descubierto que, algunas de ellas, ganan tanto dinero como para gastarse ochocientos euros en un sujetador. Por eso me ha sorprendido encontrarme con Carla en el vagón atestado. Al derrumbarme en el asiento sólo pensaba en apurar diez minutos de sueño. Sin embargo me he fijado en ella, sólo dos pasos delante de mí, también sentada (todo un privilegio a primera hora) y luciendo un vistoso abrigo rojo.

    Me ha visto y reconocido, estoy seguro, pero ha preferido hacerse la sueca. ¿A dónde iba? ¿A ver a un nuevo cliente? La había conocido el día anterior. Al llegar al apartamento, la madame me informó de que Daniela estaba fuera para un servicio en un hotel, que podía esperarla (algo más de media hora) o ver a las demás chicas. Opté por lo segundo, y de entre todas ellas elegí a Carla por el gran tamaño de sus pechos. Cuando regresé de la ducha me estaba esperando en la cama, en sujetador y bragas (de colores disparejos), forzando una mirada que pretendía ser sugerente. Con una papada tan fofa, pensé, ninguna mirada puede ser sexy (la pobre Carla estaba un poco pasada de quilos). En el vagón, he vuelto a escrutarla: entre las solapas del abrigo la papada seguía allí.

    Al quitarme la toalla de la cintura Carla me miró fugazmente la entrepierna y desvió con rapidez los ojos al notar que la había cazado. No te preocupes, pensé, no hay nada de lo que debas asustarte. En cualquier caso, el tamaño de mi rabo no tenía la menor importancia, salté a la cama y empecé a sobarle los pechos. No esperé a que se quitara el sujetador: eran tan abundantes que se derramaban entre mis dedos como una masiva explosión de flan. En el metro los he recordado con placer, pero también he recordado la actitud fría de Carla. No eres demasiado amable, pensé. Nada dijo, ni siquiera cuando le lamí la aureola de los pezones. Comenzó la felación, con preservativo, y pronto empecé a aburrirme. Sólo tenía ojos para aquellos dos enormes y parabólicos pedazos de carne. Desearía tenerlos de nuevo, he pensado esta mañana, arrancarte ese pedazo de tela y liberarlos de su prisión. Carla se dio cuenta de mi querencia: dejó de chupármela, se encaramó un poco sobre mis piernas y me acomodó la polla entre sus pechos. Con mis manos libres los presioné y la ayudé en su movimiento oscilante. Al poco llegué a la eyaculación.

    Es una lástima que tuviera el condón puesto, he pensado, me hubiera gustado derramarme sobre su piel. Quizá el precio fue demasiado alto: 200 euros por quince minutos. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no pagas un taxi con todo el dinero que te di anoche? Carla se limpió el seno con una toallita perfumada a pesar de que el único rastro de mi presencia fuera un leve enrojecimiento de la piel provocado por el roce. Te doy asco, he recordado que pensé, tanto como tú a mí. En cuanto se enfundó en una bata y sus pechos desaparecieron perdí todo interés en ella.

    Carla se ha bajado en Quevedo. No me puedo creer que vivas aquí, he pensado. No eres esa clase de mujer.

    pseudonimo: Indeseable

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  3. Un día cualquiera

    He pulido mis rutinas con gran esmero, despojándolas de todas aquellas acciones que que no podían sostenerse durante la ingente cantidad de ciclos que aún debe completar mi cuerpo. Cada mañana tomo el primer metro para llegar a las 7 a la fábrica. Allí paso 8 horas delante del circuito interno de televisión controlando la cadena de montaje. Trabajo gratis los sábados y los domingos a cambio de que se respete siempre mi horario. Al salir del trabajo me como un bocadillo de jamón con tomate de camino al parque J. Realizo allí mi tabla de ejercicios y regreso caminando a casa. Antes de subir, en el supermercado contiguo a mi portal, compro una barra de pan, una pastilla de jabón, un tubo de pasta de dientes, una red de judías verdes, un lomo de merluza, un sobre de jamón, 2 tomates, un litro de leche y medio de aceite. Cruzo la puerta de mi casa a las 7 menos 20 y me pongo el pijama. Lavo a mano el uniforme de trabajo, la ropa de gimnasia y mis sábanas. Meto todo en la secadora y durante el programa 13 de secado preparo las judías y la merluza para la cena. Después de cenar lavo los platos, la sartén, la cazuela y mi vaso. Plancho y dejo preparados el bocadillo, el desayuno y la ropa del día siguiente. Termino mis tareas a las 11 menos 5, me lavo los dientes y me acuesto. Duermo de 11 a 6 menos cuarto. Por la mañana desayuno, me visto y lavo a mano el pijama. Al salir hacia el metro tiro la basura junto con el jabón y la pasta de dientes que no he usado.

    Confieso que no me resultó en absoluto complicado establecer y adaptarme a estas rutinas. Fue un proceso natural, incluso instintivo. Las ciertamente escasas ocasiones en que me desvío de este maravilloso círculo temporal se deben a la imperiosa necesidad de reemplazar algún objeto o a alguna enfermedad.

    Sin embargo, esta inmensa construcción está en peligro y la amenaza proviene de usted. Su presencia en este primer vagón de metro de la mañana es un vía de entrada de agua que está a punto de estropearlo todo. Sus irregulares apariciones inundan el resto de mis horas con su imagen. En cambio, si usted no aparece, la angustia anula mi concentración. He fracasado en mis reiterados intentos de abstraerme de su presencia y ello me conduce a este gesto asimétrico y deplorable: le ruego que se aleje de mí para siempre. Bastaría con que tomara el segundo metro de la mañana, o con que escogiera otro vagón. Tenga piedad de mí, desaparezca de mi vida. Por favor.

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  4. Quizás

    23 de julio. Situémonos en la estación ¿A dónde? Dos viajeros enfrentados por un entramado de hierros diseñados para guiar las prisas huracanadas de los enajenados miembros de la raza ¿humana? El inmediato abismo no es capaz de destruir la atracción centrípeta de dos miradas: cinco ojos brillantes por el flechazo férreo.

    Ella, o quizás tú, te tambaleas sobre tus zapatos puntiagudos manchados por los agujeros de la existencia, víctima del azul de la mirada que te está reinventando. Mueves los brazos sin encontrar un lugar adecuado donde colocar tus manos temblorosas, delatoras. Pretendes estar a la altura vertiginosa de ese momento intenso que algún arquero te brinda. Intentas que descifre tu mirada y sonríes al extraño, a ese fortuito medio ser que puede conseguir fundirte a la utópica realidad soñada: le pides un si bemol en el no de la vida, un pie descalzo en la arena de los lunes, una mariposa roja en el tacto del silencio…

    Él, o quizás tú, permites que tu imaginación ascienda por el rascacielos del deseo, por el código secreto de los rincones de la apariencia, la cara inversa de la realidad aparente, Parpadeas ante la inminente llegada de tu vagón de metro. Es en este justo momento, cuando el omnisciente quinto ojo, abre para ellos el puchero mágico del quizás.

    Pseudónimo: Apolo

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  5. De repente las luces se apagaron y el tren quedó inmóvil en mitad del túnel. El niño dejó de sonreír, paralizado, no sabía dónde ir o qué hacer. Estaba allí sentado, muy quieto y escuchando, como un cervatillo que espera a su madre agazapado en un matorral. El mes que viene cumpliría doce años, y su madre le había dejado coger el metro por primera vez para ir a casa de su abuela. Él se sentía pleno, el mundo se abría ente él, por fin. La vida era una hoja en blanco, luminosa y limpia, en la que iría escribiendo sus aventuras sin seguir líneas de puntos como había hecho hasta entonces. Pero en un instante aquella hoja en blanco se había convertido en algo infinito y arrugado, lleno de recovecos que impedían ver qué o quién se escondía más allá. Tenía miedo y empezó a temblar.
    Cuando el tren se detuvo y todo quedó oscuro, el viejo resopló y se acomodó en su asiento. No tenía intención de moverse, una persona de su edad no está ya para aventuras, esperaría sentado a que la luz volviese o a que alguien lo sacase de allí. Volvía de comprar adornos de navidad, y la tenue luz hacía que el espumillón que asomaba de su bolsa produjese suaves reflejos rojos por todo el vagón. Giró la cabeza y vio que no viajaba solo, una pequeña figura se distinguía al otro lado del vagón. No se movía ni hacía ningún ruido, sólo su perfil rematado contra el fondo de la escena delataba su presencia. El viejo resopló de nuevo y se acercó a él, con la bolsa de plástico en la mano y el espumillón y sus reflejos.
    - ¿Cómo te llamas?
    El niño no contestaba, miraba al suelo fijamente, con los ojos muy abiertos y la boca bien apretada.
    - No te preocupes, estos cacharros se paran siempre, en seguida volverá la luz y en tren seguirá su camino.
    El niño negó con la cabeza, muy despacito, para no agitar mucho las ramas de aquel matorral en el que se escondía.
    - Voy a contarte una historia, dijo el viejo. Cuando era joven, sólo unos años mayor que tú, pasé una noche en el monte. Yo vivía en un pueblo muy pequeño, cerca de las montañas y una noche acampé con un pastor en un robledal. Al principio conversábamos, pero a la hora de dormir, cuando la conversación se apagó y en la hoguera sólo quedaban ascuas de color rojo, me di cuenta de lo oscuro que era el bosque por la noche. Empecé a temblar, no sé si de frío o de miedo, y me quedé muy quieto, así como estás tu ahora. Al principio oía pisadas por todos lado, ramas crujir, hojas agitarse y lobos aullar, pero al cabo de un rato -uno no puede estar aterrorizado durante mucho tiempo- empecé a oír los ronquidos del pastor. ¡Cómo roncaba! No creo que ni las ovejas pudiesen dormir con semejante locomotora al lado: al coger aire sonaba como un pedo largo, después había un instante de silencio, en el que me sentía caer, como en un columpio cuando en el balanceo llegas alto y caes luego hacia atrás. Cuando por fin echaba todo el aire era como un globo desinflándose, unas veces con la boquilla tensa emitiendo un silbido agudo, otras con la boquilla suelta haciendo una pedorreta monumental. Miró al niño y vio que sonreía, sus ojos estaban ya más cerrados y sus manos no agarraban el pantalón con tanta fuerza. Así pasé toda la noche, no dormí, pero los ronquidos del pastor, que en otro momento me hubieran vuelto loco, me mantuvieron entretenido hasta que llegó el día, cuando los miedos ya no están aunque uno los busque.
    El niño miraba al viejo y este le cogió de la mano.
    - Vámonos, dijo, parece que este tren no arrancará en un buen rato.
    Fueron hasta la puerta de atrás, la abrieron y bajaron del vagón. De la mano, sin mirar atrás, dejaron el tren a sus espaldas y caminaron por las vías hacia el puntito de luz que era la estación más cercana. Era una fría mañana de domingo.

    Hipólito

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  6. Annibal


    Siempre llego al metro pronto por la mañana, sería una pena perderme a los madrugadores. Además, después de tragarme el café aguado y esconderme un trozo de pan para el día, tampoco hay mucho más que hacer en el albergue.

    Cuando entro, el vagón está ya hasta arriba, busco un buen rincón para observar y una esquina donde apoyarme, a mi edad ya no aguanto mucho de pie.

    Por ahí viene Fernandito, es una de mis alegrías matutinas, me sonríe mientras su madre lo arrastra dentro del vagón. Él es de los pocos que de verdad me conocen, aunque nunca hayamos hablado. Sus ojos brillantes, siempre abiertos, miran cada detalle. A estas horas hay mucho que observar, el vagón va lleno de adultos somnolientos rumbo a trabajos anodinos. Su madre es una más en ese universo gris, va cuidadosamente arreglada y maquillada, no entiende que tapar las ojeras no ocultará el cansancio y aburrimiento que su cuerpo entero delata. Se mueve sin cesar, con tal rigidez articular que parece un robot, sus ojos van y vienen, pero su mirada lleva años vacía. Pregunta mecánicamente a su hijo por los deberes y el bocadillo y se sumerge de nuevo en un mundo de preocupaciones, ajena a las fantasías que su retoño le cuenta. Al llegar a la parada, arrastra a Fernandito fuera del vagón, y él, siempre divertido, me despide con la mano.

    Poco a poco el vagón se vacía, ya sólo quedan estudiantes rezagados y algún jubilado, que quizás como yo, ha salido buscando vidas. Después de la vorágine matutina, necesito algo de descanso, mi cerebro hierve, cuántas almas habré diseccionado en pocas horas.

    Me despiertan un grupo de adolescentes gritando, todos en formación, ellas en círculo cerrado y ellos revoloteando alrededor, con un cuerpo torpe y pesado que todavía no controlan. Me divierte, me apasiona ver cómo titubean en sus primeros pasos en el mundo de los adultos. Pero también me entristezco. Fue a esa edad cuando empezaron mis problemas.
    Nunca fui muy sociable, vivía en mi mundo, callado, observando todo y alimentando mi imaginación. Con los años, mis amigos empezaron a echarme en cara esta actitud, les desconcertaba mi forma de mirarlos, se sentían incómodos y vulnerables ante mí. Tuve también una novia, no fue muy bien, me reprochaba no tener vida propia, vivir a base de robársela a la gente, temía que pudiese ver a través de sus ojos, descubrir sus secretos y miserias. Poco a poco, incómodos con mi presencia, recelosos de su intimidad, pero exhibicionistas a la par, todos me apartaron de sus vidas.

    Fue una época muy dura, tras años dando tumbos, vacío y abandonado, acabé perfeccionando mi técnica, aprendí a alimentarme de desconocidos, comencé a exprimir información de las miradas, de los movimientos y de retazos de conversaciones, encontré en el metro el lugar perfecto para sobrevivir.

    Nunca he tenido trabajo ni lo he querido, como veis, vivo con poco, el mundo siempre me ha rechazado, pero soy inofensivo, vuestras vidas son la mía y vuestros secretos nunca han estado mejor guardados.

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  7. El estómago me tiembla de pronto. Respiro. Contadores con entradas asíncronas tienen un paso fugaz por el estado J+1, los sumadores restan en complemento a uno realimentando la entrada con el acarreo overflow… ya me empieza a doler la tripa… bueno, tranquilo, vas a plasmar en una hoja lo que sabes y les demostrarás que controlas. Para la precisión en conversión analógico-digital tengo que usar la división por 2n teórica aunque no sea así. Los multiplexores tienen siempre salidas en forma de variables de entrada.
    Sentado sobre un chirrido metálico ensordecedor atravieso rápidamente, pero demasiado lento, la oscuridad negra de los túneles.
    He hecho todo lo que podía. Ya no hay tiempo para más.
    Dos personas en el vagón hacen un comentario acerca de algo que no entiendo… qué extraño…Una chica con una bolsa se levanta y cierra el libro. ¿Es esto un diagrama de estados no redundante? No tiene sentido… Qué extraño… parece que hay un mundo exterior con gente. Gente que hace cosas muy distintas a preocuparse por la electrónica… ¡Qué absurdo! Un flash eléctrico y una sacudida acompañan el sonido de yunques de las vías. Recuerda hacer la conexión de memorias RAM con bus de direcciones en 2D, no te olvides de revisar las tablas de Karnaugh… el estómago vuelve a temblar.
    Próxima parada: Chamartín. Correspondencia con línea 10 y Cercanías Renfe
    Un rumor sordo y un traqueteo despiertan a los músculos de mis piernas que se mueven como autómatas. Una luz blanca intensa invade el tren desde el exterior mientras mi cabeza sigue atrapada descodificando. Ya he llegado. Ahora cogeré el cercanías que me llevará hasta mi desafío, pero eso ya es otra historia…

    EXAMEN FINAL

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  8. Ya hace un rato que han abierto. Las despedidas son tristes pero no tienen porqué ser largas. Esta no es en absoluto triste porque el que no está súper pedo está terminal, como es mi caso, aunque sí que es bastante larga, pero no me importa. Solo me agobia el pensar que todavía me tengo que atravesar medio Madrid en metro…

    Por fin nos vamos. Besazos y piropazos para decir adiós a los que se van al autobús, mientras bajo las escaleras con Tuna y Cod, con los que comparto trayecto al menos hasta Príncipe Pío, que es su parada. Nuestra alterada percepción trasnochada se estimula fácilmente con unos carteles de publicidad que nos parecen muy graciosos. Eso, junto con nuestra fantástica creatividad para decir memeces, nos da risas para todo el viaje. Creo que parecemos un poco merluzos, aunque con esta gente es habitual, sobre todo en estas circunstancias.

    Llegamos al Principio, ehh quiero decir, al final, a Principe Pío, ya sabes que se me atragantan las palabras a estas horas. Adiós chicos adiós, qué bien me caen y qué bien nos lo hemos pasado. En solo un minuto desde que se van siento que la euforia desaperece y llega el cansancio acumulado y la reacción natural a todo lo que me he tomado de madrugada. Mi culo se va acomodando más y más lejos del respaldo, y noto como a la vez mi cara va adquiriendo una expresión cada vez menos saludable… Nada que no se cure con dormir a gusto hasta pasada la hora de comer. Pero ese momento aún lo veo muy lejano.

    Siempre he pensado que la luz blanca de los vagones de la línea 10 es excesiva, y que exagera las ojeras y las malas caras de la gente. Ahora lo estoy comprobando otra vez. El sábado por la mañana en el metro es el momento en el que puedes distinguir perfectamente adónde va cada uno. Algunos currantes con caras de sueño, que piensan en su suerte al ver a los crápulas tirados en sus asientos, también con caras de sueños pero evidentemente de otra guisa. Yo soy un buen ejemplo. Un niño y su familia que van a disfrutar la mañana se me queda observando en silencio por unos segundos, parece como si me estuviera dando lecciones de responsabilidad con esa mirada. Hay que joderse. Voy a cerrar los ojos.

    Intento no quedarme dormido y seguir saboreando el ambiente con los oídos. Escucho de fondo las conversaciones de dos camareras que se quejan del encargado, a otros niños, a más borrachos que han subido en Tribunal y a mucha gente hablando de cosas que no me importan… Me encanta fijarme en los acentos de la gente, puedo distinguir muchísimos de ellos, de aquí, del Sur, del Norte, americanos, de África… Una amalgama sonora urbanita que me va embaucando y voy perdiendo el conocimiento… Zzzzzz.

    Lo bueno de dormir en el metro es que normalmente no es un sueño profundo que necesite despertador. Es curioso cómo el oído sigue trabajando pero como un filtro, sin mandar información al cerebro y dejándote dormir, a no ser que se escuche algo importante como "correspondencia con líneas 1 y 9". El nombre de la estación no ha pasado el filtro pero tiene que ser la mía. Abro los ojillos cuando el tren se para frente al andén, y efectivamente aquí me bajo. En quince minutos estaré en pijama en mi cama, es todo lo que necesito ahora. Mi próximo viaje en metro será el lunes por la mañana, y eso será definitivamente otra historia…

    Cayetano Fox

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  9. Circunstancias indigestas

    Tiene la cabeza pelada para no mancharse tanto con la sangre. Puede cazar presas de tamaño considerable gracias a que su cuello es largo. Su pico es grueso para rasgar fácilmente la piel. A veces caza animales vivos.

    No hay ningún caso documentado parecido al mío. Me planteo si es el primer buitre que atacará a un humano. Está esperando a que tenga un despiste mínimo. Por eso no dejo de vigilarle, ni siquiera en el trabajo. Está junto a mí todo el día. Entra en el coche y permanece en mi habitación mientras intento dormir. A veces pienso que yo le podría, pero cada vez le veo el cuello más largo y el pico más robusto; y yo más delgado, apenas puedo comer. Fue en esa excusión maldita de hace siete meses. Fui solo, con la idea vaga de tirarme con mi tristeza por cualquier barranco. Vi cómo un buitre se acercaba a mí, parecía haberme divisado desde lejos. Se quedo mirándome. Recuerdo que al principio me divirtió, “Sí que debo estar podrido” pensé. Y en algún momento comenzó el miedo, pues caminaba deprisa y me seguía. Desde entonces no se ha despegado de mí. Estoy seguro de que el ataque está a punto de ocurrir. Por eso he decidido actuar.

    En el vagón de al lado, hay una mujer muy pálida, extremadamente triste. Tiene un profundo surco en el ceño. Está ensimismada, quieta en su dolor. Sé que es mi víctima perfecta. Soy consciente de que estoy a punto de arruinarle más, si cabe, la vida. Pero también yo he sufrido lo mío. Pienso cómo voy a hacer para que el buitre se acerque a ella. Es una competición de posibilidades fúnebres. Sólo espero que el buitre decida que es mejor candidata que yo, al fin y al cabo estoy resistiendo demasiado tiempo, son siete meses ya. Miro a mi alrededor, el resto de pasajeros han vuelto a sus móviles, libros y pensamientos. Sólo cuando subimos el buitre y yo al metro nos miraron unos instantes, es lo que suele ocurrir. Me cambio de vagón. Miro al buitre y le señalo con el mentón a la mujer triste o enferma. Él la observa fijamente. Enseguida vuela y se pone frente a ella. Necesito llegar ya a la siguiente parada. Me bajo corriendo del vagón. Se cierran las puertas. Desde el andén miro a la ventana. Les veo desaparecer a los dos juntos por el túnel del metro. La mujer está sonriendo. Me invade una tristeza de plomo, desearía estar frente a un barranco.

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  10. El gran teorema

    R sube en el vagón de metro y la gente se aparta a su paso. Sus andares desgarbados, su mirada desenfocada y sus pelos despeinados causan cierta inquietud a los habitantes del vagón. Unos niños le ceden sus asientos y corren entre risas nerviosas, para ocultar que están algo asustados. R se deja caer sin ningún cuidado, en una postura que no es sentarse. Su olor corporal destaca, a pesar del ambiente, ya rancio de por sí, que hay en el vagón. Sus ropas sucias parecen ir a juego con el suelo pegajoso y mugriento. Unas señoras le miran y cuchichean algo entre ellas, pero R ni se da cuenta. Lleva varios días en este estado. Al principio, cuando empezó a trabajar en el teorema, los periodos de ensimismamiento eran breves. Poco más que pequeños despistes, como pasarse un par de paradas de metro, dejar de escuchar por momentos la conversación de alguien, o quemar las tostadas. Pero sus constantes progresos le alentaron a concentrarse cada vez más, y encerrarse en si mismo era imprescindible si quería avanzar de verdad. Sus desconexiones se volvieron frecuentes, y por momentos su aislamiento con lo que el llamaba "el exterior" era total. Fue por aquel entonces cuando despertaba en lugares desconocidos, o se olvidaba de comer durante días, o mascullaba palabras en un lenguaje que sólo él entendía. Ahora se encuentra inmóvil, con una mirada perdida que parece atravesarlo todo. La boca abierta muestra sus dientes amarillos. Una baba se descuelga por su labio inferior y acaba pegada en su barba poblada. Entonces R desorbita los ojos, se levanta de un salto y grita eufórico, sobresaltando a los pocos acompañantes del vagón, que ahora se arrepienten de no haberse ido a tiempo. En ese preciso instante el termómetro baja un grado en las salas de espera, la indiferencia cósmica se filtra invisible en los corazones más sensibles, los helados de pistacho saben a avellana, las plantas detienen un momento su fotosíntesis y algunos castores destruyen sus diques. Los procesadores se saltan dos ciclos de reloj. R se baja en la siguiente parada. Camina erguido, con el andar seguro de aquel que sabe exactamente adonde va. Pide un zumo de tomate, con pimienta y sal. Nadie más vuelve a verle.

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  11. Pseudónimo: Gregorio Samsa

    Este es sin duda el momento más duro del día. No es porque sean las 7, ni porque el vagón esté a reventar. Es esta puta costumbre de mirar mi reflejo en la ventanilla, cuando el tren entra en el túnel y el cristal se convierte en espejo.

    Es el único momento del día en que odio mi vida. En que odio lo que hago. Odio este exoesqueleto diseñado por Emidio Tucci.

    A veces miro y veo a aquel chaval que siempre decía que trabajaría en una ONG cuando acabara la carrera. A veces veo a mi padre y recuerdo el día en que me dijo que se sentía derrotado por la vida. Cuando no miro es aun peor, me odio por cobarde.

    No me pasa con el resto de espejos. No sé por qué, pero a mi reflejo le sienta genial el traje en el baño del trabajo. En el de casa me gusta verme de cerca mientras paso la lengua por el filo de mis incisivos.

    Tengo que hacer algo, lo sé. Cuando piensas estas cosas cada día es porque tienes que cambiar. Si tuviera huevos dejaría el curro hoy mismo, sin finiquito ni pollas. Pero no soy esa clase de persona. Aquel universitario idealista pensaría que seguir es tirar la vida a la basura. Pero me conozco muy bien y sé que no es así. Estoy seguro de ello. Es mejor que me compre un coche.

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  12. Un día más rumbo a la rutina que me lleva con desgana hacia lo conocido. Son mis piernas las que me llevan automáticamente al mismo sitio de siempre, esa pequeña esquina junto a la ventana que divide vagón y vagón. Hombros caídos, suspiro...vista cansada, frío...mirada cabizbaja...y allí, los encuentro. Cada par en su postura preferida. Algunos, con manchas blanquecinas, agujeros deshilachados que dejan ver el color blanco desgastado del trabajo. Otros, desnudos, aguantando y enfrentándose al frío invierno, duros objetos en su trayecto y pesos inesperados. Los hay herméticos, con pequeñas sujeciones que hacen visible una finísima envoltura. Altas, confortables, amplias y resguardando el interior cálido.Elegantes, mostrando su belleza externa. Impecables, sin un pequeño rasguño, su delicadeza y cuidado obsesivo, sobresalen entre el resto. Apretados, sin dejar ni una pizca de aire ni un hueco liberador. Todos allí...diferentes y concentrados hoy en este vagón.

    Entonces, subo mi mirada y pongo rostro a cada uno de ellos, que unidos, reflejan sus vidas en busca de uno o varios caminos...

    Un día más, un día más dando la espalda a la improvisación, a la sorpresa, a la ilusión, a la autenticidad...

    Titititi, es mi parada, salgo...

    Pseudónimo: Nunca es tarde

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