viernes, 22 de agosto de 2014

XXV Edición de relatos fundamentales

Relatos de lo inesperado


Hay que escribir historias que tengan un final sorprendente, al estilo de Rohald Dahl en "Relatos de lo inesperado".


Método de envío: cada relato será un comentario anónimo en la entrada del blog.

Extensión: la historia se merece que en esta edición no haya límite de palabras. ¡Aprovechen los escritores más prolíficos!
Fecha límite: tanto la fecha como el lugar están todavía sin concretar...
Lectura de los relatos: La identidad de los autores será una incógnita en todo momento hasta que deje de serlo. Los relatos serán repartidos entre los participantes aleatoriamente para su lectura, salvo que algún autor prefiera leer el suyo por alguna causa justificada. Se recomienda al lector leer previamente el relato, para tratar de ser fiel a la intención del creador del escrito.
Organización de la siguiente edición: aquel que sea elegido por la urna de relatos tendrá el honor de alojar y alimentar a los escritores fundamentales de la próxima edición.


17 comentarios:

  1. Se enfundó el vestido rojo, sintiendo el roce de la tela sobre sus piernas aterciopeladas. Subió la cremallera deleitándose en el sonido que hacía y, tras encaramarse en las cuñas kilométricas, se miró al espejo conteniendo la respiración. Miró el reloj. Perfecto. Era el momento de maquillarse ensalzando sus rasgos. Y un momento antes de salir en casa, perfumarse con su perfume favorito.
    Bueno… en realidad se había embutido en su vestido rojo de Fórmula Joven, maldiciendo las cañas y tapas veraniegas que dificultaron la subida de cremallera; y acordarse del que inventó la cera fría que le había dado alergia y dejado roja la piel a cachos.“Al menos es mi vestido favorito y eso me hará sentirme segura”, se consoló mirándose al espejo. Respiró profundo porque había contenido la respiración para subir el vestido. Se peleó con las cuñas, enredándose en los cordones que se enrollaban en las pantorrillas. Miró el reloj. Iba como el culo con la hora, “siempre igual”, se encogió de hombros mientras se apresuraba a abrir el maletín de maquillaje pillándose los dedos, diciéndose que se tenía que quitar la mascarilla hidratante de la cara porque le había salido un grano horrible e intentando recordar dónde había puesto la colonia de las ocasiones especiales.
    Era su primera cita con Shaun y estaba taaaan nerviosa. Se lo había imaginado mil veces, con su piel morena, alto y fornido, con ojos verdes. Ojalá que oliera a Jean Paul Gautier. Se habían conocido por Badoo después de que ella se hartara de los típicos rollos de bar. Seguro que tenía una sonrisa encantadora. Seguro que la invitaría a cenar, luego tomarían algo y… Se miró al espejo y se concentró “si te dice de ir a su casa, tienes que decir que sí”. Se dio un automasaje en los hombros “eh, eh, eh, Carol, Carol, esta noche vas a echar un polvo, eh, eh, eh”. Por eso se había puesto el tanga naranja de la buena suerte. Decidió que no había más tiempo para “autoánimos” y cerró el baúl de maquillaje no sin antes romper la sombra de ojos amarilla. Una menos.“Bah, nunca la uso”.
    Como no encontraba la colonia se echó Nenuco. “Le voy a dejar boquiabierto con mi encanto natural”. Se dijo. Agarró el bolso con precipitación. Las llaves. Los condones. La cartera. Y salió a la calle decidida y envalentonada. A cada paso, se sonreía pensando que cada persona con la que se cruzaba no se imaginaba que iba a pasar una de las veladas más inolvidables. Tenía un excitante secreto. Él era parecía muy detallista cuando hablaban por chat. Seguro que su voz era grave, profunda y varonil. Empezó a repasar mentalmente posibles temas de conversación. Tenían muchas cosas en común, les gustaba la misma música, los mismos sitios… ¿Qué tomaría para cenar? ¿Una ensalada? ¿Algo de pescado? ¿Qué debía beber? ¿Vino?
    Llegó al punto de encuentro. Miró en derredor. Una abuelita inocente que nada sabía de sus intenciones aviesas, un par de niños jugando a la pelota... Había llegado cinco minutos tarde, pero él no se iba a haber marchado tan pronto, ¿no? ¿Y si nunca venía? Le dio un vuelco el corazón pensándolo. No, le conocía muy bien después de haber hablado todas las noches hasta las 4 de la mañana desde hacía 2 meses; él nunca haría una cosa así, había tanta compenetración entre ellos que muchas veces uno empezaba una frase y la acababa el otro… Ya le conocía mucho, así que sabía que él nunca le daría plantón….
    -¿Carol? –oyó detrás de sí- Soy Shaun.
    El tiempo se detuvo mientras se daba media vuelta. ¡Era la hermana de su vecino! Su vecino buenorro del que estaba enamorada platónicamente desde que tenía uso de razón. La verdad que nunca se había fijado mucho en ella, sólo tenía ojos para él… Bueno… Esta chica siempre olía bien cuando entraba en el ascensor. De hecho, usaba Jean Paul Gautier… de chica. Y le gustaba la misma música y solían coincidir en los mismos bares. Qué leñes, podría estar bien… Y se ahorraría el taxi de vuelta a su casa.

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  2. EL

    La televisión estaba más alta de lo normal. Una pareja se agarraba las manos con fuerza y miraba alternativamente al presentador y a la trampilla por donde podían caer los billetes apostados. Julián, en su sofá, solía ponerse cardiaco con la música de tensión que antecedía a la resolución de las respuestas. Esa noche, sin embargo, nada conseguía distraerle de sus pensamientos. Llevaba sentado más de media hora, pero no había logrado acomodarse. Mantenía una postura rígida y giraba con frecuencia el cuello hacia la puerta por donde tenía que entrar su mujer.

    El reloj marcaba las diez y media cuando Rebeca llegó. Traía una gran sonrisa que se borró al ver la expresión avinagrada del hombre.

    —¿Dónde has estado? —preguntó Julián inquisitivamente—. Llegas tarde.
    —Me he entretenido en el trabajo.
    —¿Tres horas? A este paso te van a nombrar empleada del mes.
    —Al terminar fui a tomar una caña con los de la oficina— repuso Rebeca. Empezaba a perder la calma ante la actitud de su marido—. Además, ¿qué más te da? ¡Para el caso que me haces! Te pasas el día embobado con la televisión, te da igual que esté aquí o no.

    Julián iba a responder al ataque pero se calló. No quería empeorar la situación. Su matrimonio no pasaba por el mejor momento y últimamente había advertido cambios en la actitud de su mujer. Estaba seguro de que le engañaba con otro. Estaba cabreado, pero tenía miedo de poner las cartas sobre la mesa y que ella lo abandonara. ¿Cómo se las iba a apañar solo?

    Rebeca se fue pronto a la cama. Julián seguía en el sofá, no le apetecía ir a su habitación, y tampoco tenía sueño. Las horas pasaban y su cabeza seguía siendo un hervidero. «No es justo—pensó—, no he hecho nada malo y ni siquiera puedo pegar ojo, y mientras, ese capullo estará descansando tranquilamente. Pues no, no me da la gana.» Se levantó como un resorte y caminó decidido hacia el recibidor. Se paró delante del perchero de donde colgaba el bolso de Rebeca. Cogió su móvil y comenzó a mirar los contactos. Conocía a todos sus amigos y familiares, y se sabía el nombre de la mayoría de compañeros de trabajo, por lo que no podía ser muy difícil dar con él. Ahí estaba, no cabía duda. Le pareció hasta insultante que no se hubiera molestado en disimular. Había escrito “EL” con mayúsculas. Nada más, no había nombre. Sin pensarlo un segundo llamó.

    A pocas manzanas de distancia, el timbre de un móvil rompía el silencio de la noche. El dueño del teléfono se despertó sobresaltado.
    —¿Diga?
    No hubo contestación.
    —¿Oiga? ¿Quién es?
    Una voz grave y amenazante susurró al otro lado de la línea.
    —No vuelvas a acercarte a mi mujer. Como me entere de lo contrario, voy a por ti.

    La comunicación se cortó en este punto, sin que le diera tiempo a responder. «La gente está fatal—soltó una risa incrédula—, tantos meses sin un triste escarceo y que me vengan con esas. » No sabía si acababa de hablar con un chalado, con un paranoico o con un cornudo despistado, en cualquier caso había interrumpido su sueño sin ton ni son. Se conocía bien y sabía que le costaría mucho volver a dormirse, si acaso lo lograba. En poco más de tres horas sonaría el despertador para ir a trabajar.

    El tiempo se le hizo eterno dando vueltas en la cama. Por fin dieron las siete, se levantó de mala gana, el cuerpo le pesaba y le escocían los ojos. Fue a la cocina y tomó un trago de zumo directamente de la botella. Después de asearse, se puso su uniforme azul de ElectriLuces E.L. y se marchó.

    A diez metros de altura, en aquel poste de alta tensión, sentía que era aún más difícil hacerse con el control de su cuerpo. No estaba lo suficientemente concentrado y los cables se energizaron. La potencia de la electrocución fue tal que su corazón no pudo resistirlo. En el instante de su muerte, hubo un apagón en varios sectores de la ciudad.

    Julián no se había movido del sofá. Después de toda la noche en vela, el cansancio le había vencido. Sus ronquidos acompañaban al ruido de los anuncios de Teletienda. De pronto, la televisión se apagó y sólo se le escuchó a él.

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  3. MARÍA Y EL VIEJITO: PARTE 1

    - Ha fallecido, hicimos todo lo posible, pero no lo superó.

    A doña María se le nublaron los ojos de lágrimas mientras acudía a su mente el recuerdo del señor Victoriano, tambaleándose a lo largo del estrecho pasillo de la planta baja de la pensión hasta caer desplomado en sus brazos. Sola, como había estado durante tantos años hasta que apareció en su vida Don Victoriano, secó sus lágrimas con el delantal de su tosca falda tobillera, roída y descolorida por los infinitos lavados, adecentó su blusa de lino y trató de recomponerse ante aquel médico que la miraba con una mezcla de condescendencia y ternura. Dio las gracias, pues era conocedora a pesar de su escasa cultura, de la necesidad de ser agradecido y mantener la compostura en ambientes que así lo exigiesen, como bien le habían enseñado desde niña en el hospicio donde la acogieron las Teresitas, cuando contaba con no más de un mes de vida. La “niña del hospicio”, como enseguida la apodaron en la escuela municipal, pocas veces recibió el afecto de aquellas monjas de carácter arisco y sus excesivos castigos. Cuántas noches pasó sin cenar, con la tripa rugiendo mientras intentaba conciliar el sueño en aquel camastro desvencijado. Aquello sin duda curtió su carácter, así como el trabajo en el huerto del hospicio, que curtió su gruesa y morena piel, e hizo que desarrollase un aspecto algo rudo y masculino. María era una mujer gruesa, aunque no gorda, que siempre pensó que no atraería para sí un marido, como se había confirmado, pues a sus casi sesenta años, todavía no había conocido varón.

    Entre recuerdos dulces y amargos, se dirigía María hacia la pensión “La Hogareña”, que regentaba desde hacía casi cuarenta años y que ella misma había bautizado. Esta vez en taxi, cosa nada habitual, pero la ocasión lo requería. Propiedad de un señorito de la región, al que jamás conoció directamente, aquella casona de más de cien años fue su vía de escape del hospicio donde, de otro modo, hubiera acabado convirtiéndose en una rancia novicia más. Casa de hospedaje de obreros de labranza, pastores, viajantes y comerciantes de todo tipo, fue su verdadero hogar desde que le llegó esa inesperada oportunidad. Fue un lunes lluvioso cuando se presentó el sirviente de “Don Misterioso” (ya que jamás desveló su nombre), para solicitar a las monjas una mujer joven y fuerte, capaz de ponerse al frente de un negocio de hospedaje todavía en pañales. Los primeros años fueron difíciles, pero la “Casa de Doña María”, como había acabado por conocerse, llegó a destacar por sus abundantes comidas caseras, su siempre cálido recibimiento y su aroma de hogar. Todo aquello que tanto le había faltado a María, y que se esforzó por dar a otros en su humilde labor.

    Un bache del empedrado le sacó de sus pensamientos, informándole de que ya había llegado a su destino.

    - Son 25 pesetas.

    ¡Jesús, El jornal de todo un día de trabajo!, pensó María. Por supuesto, no dijo nada. Abonó la cantidad requerida y, dando las gracias por el trayecto, se bajó del taxi y comenzó a subir por la empinada cuesta. Ya se vislumbraba la desvencijada casona de paredes blancas y ventanas de marco de madera oscura. Y ahí, al lado de la puerta de hierro forjado con el modesto letrero que anunciaba la pensión, estaba el banco donde solía pasar las tardes sentado Don Victoriano. Con su habitual pantalón de pana marrón, su camisa de un amarillo roído, y su boina, hacía compañía a María desde hacía dos años. Siempre risueño, recibía a María con aquella peculiar sonrisa, falta de algún que otro incisivo, pero llena de afecto. Una punzada apretó su pecho al contemplar el banco vacío.

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  4. MARÍA Y EL VIEJITO: PARTE 2

    En cualquier caso, era increíble que aquel anciano de ochenta años, enjuto y puro “piel y hueso” hubiera alcanzado aquella edad tan lleno de vitalidad. Todavía podía recordar como se desvanecían sus achaques cuando sonaban los pasos dobles en la plaza del diminuto pueblo de El Juncalillo. No habían pasado más de unos meses desde las últimas fiestas patronales en las que, ante el despiste de María, Don Victoriano se había pasado con aquel moscatel peleón y había acabado bailando con toda moza que se prestase a su bienintencionado deseo de dejar volar el espíritu por la improvisada pista de baile. Quién iba a decir que ese baile trivial que “el viejito” y ella habían compartido sería el último. Sin duda fue un momento que María no olvidaría, pero no por la sorprendente agilidad de su compañero de danza, sino por cómo la miró aquella noche, mientras bailaban, sus profundos ojos rodeados de las arrugas de toda una vida.

    Le hizo estremecer la ternura y el cariño del viejito, que había llegado para quedarse en un momento en que la pensión a punto estaba de echar el cierre. Los años de bonanza habían dado paso a una lenta y dolorosa decadencia, que fue dejando la casona tan sola y descuidada como su regente. Y, de nuevo, de forma inesperada, apareció Don Victoriano, buscando un lugar para pasar sus últimos años sin preocupaciones y lejos de una vida de, según él, altos negocios, empresas y diversos lujos. María, nunca había terminado de creer aquellas historias que el viejo contaba en los atardeceres de El Juncalillo. Pero, por supuesto, jamás dijo una palabra al respecto. Pagaba generosamente y sin demoras, y eso bastaba. ¡Tremendo cariño le cogió al viejito cascarrabias! Tarde tras tarde, y después de dos años de un sinfín de anécdotas compartidas e historias de un pasado boyante de fiestas de postín y suculentos banquetes, Victoriano se había convertido en su única familia.

    El ruido del teléfono de la entrada la sobresaltó y, de un respingo, entró en la casa, descolgando con la voz entrecortada.

    - ¿Dígame?
    - Buenas tardes, ¿María Dolores Padilla?
    - Sí, soy yo.
    - Le llamo de VP Lawyers para informarle de que su padre ha fallecido y es necesario que se presencie lo antes posible en nuestras oficinas de la Calle de La Revelación.
    - Pero…no lo entiendo, discúlpeme, pero yo no tengo padres…debe ser una equivocación.
    - Soy consciente se su desconocimiento de la situación pero su padre, que como le digo, falleció esta misma mañana, siempre supo de su trayectoria vital, y era su deseo hacerle llegar la epístola que en estos momentos sostengo en mis manos, así como hacerle heredera de sus no desdeñables bienes.

    De lo que aconteció entre ese momento y la llegada de María al titánico edificio de la Calle de la Revelación, no se puede contar nada, pues todo ocurrió como una especie neblina.

    Con la carta en sus manos temblorosas comenzó a leer:


    “Mi querida hija, María:

    Quisiera pedirte perdón por el infinito daño que pudieron causarte los años en el Hospicio de Santa Teresa, pues no fui consciente de tu existencia hasta tus veinte. Creí que, al igual que tu hermosa madre, dama de compañía de mi familia, los ilustres abogados Padilla, habías fallecido durante tu nacimiento. Para una ilustre estirpe de abogados y empresarios, tu nacimiento era una amenaza tal, que decidieron sin mi consentimiento apartarme de tu vida. Años después, en su lecho de muerte, tu abuela materna, patrona del caserío donde crecí, me desveló el secreto. No pude hacer frente a la decepción que pude haberte causado, pero espero que la casona que hoy te lego, sea la compensación del hogar que no tuviste. Mi miedo a tu rechazo me impidió acercarme de otra forma que no fuera desde el anonimato, siendo los mejores años de mi vida los que compartí contigo ya en mi avanzada ancianidad. Jamás olvidaré las tardes sentados en el banco de “La Casa de María”, ni los bailes en la plaza del pueblo, rodeándote con mis brazos como tantas veces ansié en el pasado.

    Te quiere tu padre.

    Victoriano Padilla.

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  5. PARTE 1

    Salió decaída de la oficina. Otra vez había fallado en su propósito de vencer esa absurda timidez que le paralizaba cada vez que se cruzaba con él. ¿Pero qué podía hacer? Llevaba meses sin sacarlo de su cabeza, con el corazón constreñido cada vez que pasaba por el departamento jurídico, observando cada uno de sus gestos y sin conseguir que Juan se percatase de su existencia.

    Se dirigió a la parada de metro donde había quedado con Gloria, dispuesta a despejar su mente aunque fuese a costa de seguirle la corriente en otra de sus disparatadas ocurrencias, en este caso acudir a una especie de pitonisa que le habían recomendado. La curiosidad de Eva venció su escepticismo, accediendo a acompañarle en mera calidad de observadora. Por el camino charlaron de los preparativos de la boda de Gloria y se pusieron al día de los cotilleos del grupo de amigos.

    Siguiendo las señas llegaron a un anodino edificio y tomaron el ascensor hasta el 4º piso. En el pasillo Eva empezó a dudar de querer estar allí, pero antes de que llamaran se abrió la puerta y no hubo posibilidad de dar marcha atrás.
    Una menuda mujer de piel negra y arrugada, ataviada con trapos de colores de un modo que le resultó ridículo les invitó a pasar a un cuartito inundado de olor a incienso. Se sentaron alrededor de una mesa camilla. La mujer, con un acento que costaba identificar se presentó como Madame Neuf y les ofreció sus servicios de adivinación y asesoramiento. Eva tuvo la impresión de estar en una situación caricaturesca mientras Gloria, encantada, se agitó emocionada en su silla y eligió cuatro de las cartas del tarot que había sobre la mesa. La excitación dilató sus pupilas mientras escuchaba lo que Mdme. Neuf iba diciendo.

    - Veamos… Veo que estás en un momento de cambio en tu vida, a punto de iniciar nuevos proyectos.
    - ¡Sí!
    - ¿Quizá una boda?
    - ¡¡Que fuerte!!

    Eva se mordió la lengua para no llamar estúpida a su amiga. No era demasiado difícil de averiguar dado el anillo que llevaba en su mano izquierda.

    - Hay algo que te preocupa sin embargo. Tiene que ver con tu familia. Parece que alguien puede estar atravesando una etapa complicada y nubla tu felicidad…

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  6. PARTE 2:

    Eva soltó un suspiro de exasperación y siguió jugueteando con su goma de pelo para desviar su atención de aquel engaño. Odiaba que la gente se identificase ingenuamente con generalidades y vaguedades que podían aplicarse a cualquiera.
    Cuando hubo concluido la particular sesión la enjuta mujer se giró hacia Eva indicándole que era su turno. No pareció sentarle bien la negativa de ésta a elegir cartas. Tomó impulsivamente su mano y exploró la palma. Incómoda por la invasión, Eva se apartó bruscamente.

    - No te asustes chiquilla. Veo un sufrimiento, un amor no correspondido. No te preocupes que lo arreglaré.

    Eva buscó con mirada asesina a Gloria, quien captó el mensaje y diplomáticamente anunció que tenían que marcharse.

    - ¿Cómo es el pago? Sonrió a la anciana.
    - Solo la voluntad. Obtuvo otra sonrisa en respuesta.
    Gloria le entrego un billete mientras ambas se levantaban.
    - ¿Tú?
    - Yo no pago. Espetó Eva, quien se sintió molesta con este descaro.
    - Siempre hay un pago, replicó la anciana. Y algo inquietante en su mirada provocó un breve escalofrío en Eva.


    Tomando unas cervezas posteriormente ambas amigas comentaron la jugada. Medio en serio medio en broma, se llamaban la una a la otra crédula y boba, la otra a la una aburrida y estrecha de miras.


    A la mañana siguiente, mientras se hallaba enfrascada en el balance trimestral una inesperada visita a su escritorio dejó sin respiración a Eva. Juan, el mismísimo Juan, estaba frente a ella, sonriendo, llamándola por su nombre, ¡¿invitándola a salir?!

    Un vez él se hubo marchado, con el corazón a mil Eva se dirigió al lavabo. Incrédula. Acalorada. Aun demasiado temprano para que la felicidad encontrase asiento en su tembloroso cuerpo. Abrió el grifo para refrescarse y quiso hacerse una coleta. Al no encontrar la goma optó simplemente por atusar su melena con los dedos.

    Al paso de los mismos cayeron sobre el reluciente suelo del baño largos mechones de pelo.


    Pseudónimo: Madame Neuf

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  7. INESPERADO
    INES ESPERA
    INES ES PERA
    INES ERA
    INES ES
    INES

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  8. Edward Jhon Smith, capitán del Titatic, sonrió orgulloso en la sala de mando de aquel inmenso transoceánico. Al saberse incluido en estas líneas, y con el tema propio de la edición en la que se sabía incluido, tenía claro que el curso de la historía no podía por menos que ser distinto.

    A toda máquina 13 grados norte. Dijo a pleno pulmón a su segundo al mando. Éste, que había discutido con él en tantas ocasiones sobre la necesidad o no de aquella ruta forzada por las circunstancias del estreno, se quedó boquiabierto y pasó su mensaje al resto del buque.

    Edward cogió sus prismáticos mientras se carcajeaba al ver la inmensa mole de hielo asomar a unos kilómetros de su ruta actual. Nadie entendía nada, pero la fiesta continuaba como si tal cosa. El capitán sacó su mejor whisky de la recámara y empezó a dar lingotazos desenfrenados, ofreciendo a los tripulantes aderezados con abrazos y carantoñas. El férreo capitán, se había convertido en una madre preocupadiza y cariñosa.

    Este espíritu de hermandad se fue contagiando como la pólvora, y desde los salones lujosos con sus cuartetos de cuerda, a las salas inferiores llenas de exiliados con sus pequeños violines, experimentaron una sensación infinita de regocijo y desenfreno. Las puertas de todos los camarotes quedaron abiertas, las cubiertas de los ricoshombres y los desarrapados se quedaron sin verjas ni guardias. El barco latía a un son descabalgado, presa de un frenesí sin ataduras. Los artistas e ideólogos departían con carniceros y barberos. Los filósofos y músicos, compartían sus proyectos e ideas con azafatas y amas de cría.

    Y el capitán, artífice de aquella *travesía de la hermandad", no paraba de subir y bajar, invitando a unos y a otros a mezclarse, a compartir sus puros, sus licores y pasiones.
    Fue a la mañana siguiente, ya pasado toda la fiesta, cuando el Edward despertó aún bajo los efectos del alcohol y acompañado de varios señores y señoras mezclados en su camarote como un collage de cuerpos semidesnudos. Al asomarse por el ojo de buey de su habitación respiró el aire de la mañana sin darse cuenta de que nuestra sorpresa se la iban a llevar al chocar contra un banco de ballenas azules atraídas por el holgorio.

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  9. Dentro del convento se respiraba un ambiente de expectación. Era 13 de mayo, día de la virgen, y se preparaban a celebrar la fecha como todos los años, con alegría y fervor religioso. El padre Damián comandaba desde su pequeño y austero despacho todo aquel movimiento de religiosas, convertidas una vez más en un mar de hormiguitas hacendosas.
    Además de celebrar a la virgen, se le daría la bienvenida a otro grupo de hermanas que se incorporaban al claustro luego de una temporada de voluntariado en África. La situación en esa parte del mundo se había puesto peligrosa, y la Iglesia había contemplado ese traslado momentáneo a este convento en el medio de ninguna parte.
    El padre Damián tomó asiento para descansar, desde hacía un tiempo sentía que le faltaba el aire de vez en cuando. Esta era una de esas veces, sentía esa opresión en el pecho, como que se ahogaba. Inspiró varias veces para ver si se le pasaba…. mientras lo hacía, miraba a través de la ventana, seguía el movimiento de las hormiguitas vestidas de blanco. Se puso a pensar… hacía 15 años él había pasado por lo mismo, estando en el Congo, estalló la guerra una vez más, y los hicieron regresar. De pronto vio una figura caminando a través del patio, una aparición más bien, se frotó los ojos, pensando que se lo imaginaba, pero no, esa era una persona real, caminaba y hablaba con otra hermana a su lado.
    Bajó corriendo las escaleras, pasó raudo entre un grupo de hermanas que entraban en ese instante al convento, no escuchó las voces que le gritaban que si estaba loco o qué padre Damián!, solo tenía un objetivo y ese era saber si la persona que veía era real o no… pero no podía ser…. Ella había muerto hacía tanto tiempo que ya casi no la recordaba….vaya por Dios!...se acercó y la tocó el brazo….ella se dio la vuelta…y entonces empezó a girar todo a su alrededor, era como que los ojos verdes de ese ser tiraban de él hacia un pasado remoto….de pronto oscuridad…y calma….
    - Don Damián, don Damián- dijo la voz- despierte por favor.
    Damián intentó abrir los ojos, lo intentaba pero no le era posible…
    - Dónde estoy?- se escuchó decir él mismo.
    - No recuerda qué pasó?- dijo la voz.
    - Ni idea, recuerdo que la toqué y de pronto todo dio vueltas, me quede a oscuras y sentí que caía- dijo Damián con los ojos cerrados.
    - Ahhhh…entonces no sabe dónde está ,verdad?
    - La verdad que no- aseveró Damián.
    - Entonces no recuerda lo que le hizo a la chica?
    - Le hice qué?- dijo él ya con pánico en la voz.
    La voz pareció dudar….
    - Déjeme resumir entonces: la tocó y ya? Eso recuerda?
    - Así es.
    - No escuchó gritos? Ni golpes? ….
    - Qué??? Qué he hecho?.
    - Don Damián…no solamente atacó a la chica….usted don Damián la ha matado.
    - Cómoooo? Pero si solamente le toqué el brazo!

    Y entonces, empezó a recordar como torbellino aterrador, las voces, los gritos en su cerebro, los que le animaban a hacer nuevamente lo que había hecho en un pasado lejano….cuando tuvo que dejar el Congo, no porque había guerra, ni porque había una epidemia de cólera…sino porque la quiso poseer tanto, que la mató para tenerla consigo….para tenerla en la vida y en la muerte….
    La iglesia puso tierra de por medio, no tenía interés en que se supiera que un cura en el Congo, había asesinado a su propia hija….una hija de la cual se enamoró sin saber que lo era….

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  10. unaEs una templada tarde de otoño. La señora Warzsova se balancea aburrida en la hamaca del porche mientras observa con la mirada perdida la lluvia de tormenta que empieza a cubrirlo todo como una cortina caliente. De pronto, una figura difusa y fantasmal aparece entre las numerosas y grises gotas. No se distingue bien, pero parece la silueta de un hombre alto, con sombrero y maletín. La envejecida señora sale de su inercial letargo y centra su atención allá a lo lejos, en el impenetrable fondo de agua torrencial. Sin duda algo se ha movido. Sus dedos regorditos empiezan a frotarse nerviosos hasta que confirma que efectivamente hay alguien ahí, merodeando. Dando suaves palmaditas nerviosas con sus curtidas y redondeadas manos, susurra al viento ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Por fin algo de compañía!
    Miklos Stephanos estudia el terreno. La lluvia puede ser un estorbo, pero si sabe utilizarla a su favor, puede resultar muy útil. Se ajusta la gabardina negra y el sombrero y agarrando con seguridad y firmeza el maletín, avanza por lo que parece una extensa pradera de hierba, que rodea un solitario caserón a las afueras del pueblo. Sin duda de origen pudiente, esta antigua finca puede ser la residencia de alguien que merezca la pena, de un verdadero filón. Da unos pocos pasos más, cerciorándose de que no haya nadie más por las cercanías que pueda estropear su plan. Entonces, mirando hacia el porche de la casa, ve a una gorda y anciana señora que le hace señas bajo el tejadito de la entrada… Miklos se sonríe. Está de suerte. Esto va a ser más fácil de lo que imaginaba.
    La señora Warzsova levanta su frágil voz gesticulando y dice: Eh! Oiga, usted! Venga aquí bajo el techado, se va a calar hasta los huesos. Miklos se acerca y la señora le ofrece un té. Es usted muy amable señora, muchas gracias. No tarda mucho el calculador y decidido señor Stephanos en sacar a colación el tema de la incertidumbre y precariedad de la vida y de lo poco que piensa la gente en las nefastas posibilidades de accidentes no deseados y no previstos… por suerte para ella, él le ofrece la posibilidad de remediar tan mala situación. Casualmente vende seguros.
    Un trueno retumba en todo el valle haciendo temblar la piel de Miklos, pero él no está seguro de si ha sido el trueno o una fugaz negrura que la señora Warzsova ha mostrado un instante tras sus ojos. Así que seguros ¿eh? La conversación continúa entre pastas, té verde y papeles muy técnicos por los que la señora no debe preocuparse en absoluto.
    En un momento dado y casi de súbito, la señora Warzsova se levanta y dice: ¿podría usted ayudarme con una cosa aquí abajo en el sótano? Por supuesto señora, ¿de qué se trata? Verá. Continua la señora, mientras entran en la casa y bajan por las escaleras. No suelo tener nunca visitas, así que no tengo a quien pedir favores, demasiado pesados para mi espalda. Miklos avanza a tientas por el estrecho corredor, delante de la señora. Entonces se abre el espacio a los lados pero a penas se distingue nada. Un penetrante olor invade la estancia. A sus espaldas la señora Warzsova da un portazo y una llave cierra un cerrojo metálico. Una risa contenida se escucha a través de la puerta. ¿Señora?...¡Señora! Pero… ¿Pero qué hace? ¡Señora, sáqueme de aquí enseguida!...
    ¿Sabe, señor Stephanos? Creo que ha estado usted tratando de engañarme… Ya no voy a comprarle nada. Nadie lo hará.
    Tras gritarle que le saque de allí inmediatamente, amenazándola y luego suplicándola y más tarde golpeando la puerta y vociferando, se queda solo en la oscuridad. Aterrado, sin todavía comprender nada, Miklos enciende

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  11. cerilla para mirar a su alrededor. Varios cuerpos descompuestos y esqueletos le rodean. Y junto a ellos, una enciclopedia, una caja llena de botes de píldoras milagrosas, unos panfletos de cursos a distancia y ahora los papeles de su compañía de seguros, deslizados bajo la puerta.

    La tormenta ha pasado. Ahora un tardío sol otoñal desparrama su luz entre los árboles, a través de las rojizas y anaranjadas hojas. Y las gotas de lluvia repiquetean el suelo desde las ramas. La señora Warzsova se sienta en su hamaca del porche para descansar, pero justo al hacerlo, descubre avanzando por el camino a dos jóvenes trajeados. Sus dedos regorditos empiezan a frotarse nerviosos, hasta que confirma que se dirigen a la casa. Llevan camisa blanca y una placa identificativa con su nombre en el pecho. La Biblia en la mano. Dando suaves palmaditas nerviosas con sus curtidas y redondeadas manos, susurra al viento ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Por fin algo de compañía!

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  12. Un pequeño boquete en la acera.

    PARTE I

    Había sido un tropiezo así como sin importancia. Por lo menos eso se dijo cuando trataba de recuperar el equilibrio. Un pequeño boquete en la acera y ¡menudo escándalo se había montado en un minuto! Había tenido que agarrarse a lo primero que pilló, que resultó ser el brazo de un tío que pasaba por allí. Ay dios, que vergüenza. Casi le descamisa sin querer, pero es que había sido un tropiezo así como sin importancia. Se repetía como un mantra. Sin importancia. Había perdido el control. Iba lanzada por las prisas, pensando en aquel maldito plan. Lanzada por los nervios.

    Ahora, en ese minuto eterno en el que se sentía el centro de las miradas mientras ella apretaba sus párpados, agarrada al brazo de aquel muchacho, tratando de encontrar el suelo bajo sus pies... Ahora se daba cuenta de que no quería hacer daño a Alberto, de que no quería vengarse. Por lo menos no se había hecho ninguna herida, no estaba sangrando. Maldito Alberto Aranga Alcedo. Triple A. Así no. Y aunque trataba de volverse invisible rompió a llorar. Abrazó al joven que le devolvió el abrazo en un gesto automático.

    Y esta era la escena. Un jueves de septiembre disfrazado de agosto, a las 19 horas. En la gran vía madrileña, la multitud se bloqueó durante un tiempo estimado en un minuto. Un grito agudo había puesto los pelos de punta al kioskero, que se giró bruscamente y fue testigo de lo ocurrido. Una señorita con tacones y peluca había lanzado su bolso al aire, y casi descamisa a un joven que pasaba por allí. De hecho casi le deja sin brazo. Obligando al mozo de gesto confundido a pararse. Más con la expresión de su rostro que con la mano. Y mientras la marea humana siguió su curso con paso apretado. Para cuando la mujer de peluca y tacones se puso a llorar frenéticamente y abrazaba al desconocido, la circulación en la calle había recuperado el pulso.

    El kioskero trataba también de volver a la normalidad, pero no podía apartar los ojos, que brillaban de curiosidad. Bueno, un poco de entretenimiento no viene mal, aunque ya quedaba poco de jornada. Pensó, para sus adentros, que la señorita era atractiva. En realidad se dijo que tenía un buen polvo. Joder que suerte tiene el imberbe este. Un poco rudo el kioskero. Un par de turistas asiáticos le desviaron de la escena. Vaya, ahora sí que había clientes ¿no? ¡Ahora que se estaba poniendo interesante la tarde!

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  13. Un pequeño boquete en la acera.

    PARTE II

    Un tropiezo sin importancia. Le costaba despegarse de aquel abrazo. En parte porque estaba agusto, pero también por la vergüenza. "¿Se encuentra bien señorita?", pero qué joven sonaba esa voz. ¿Qué podía tener? ¿20 años? Bajó la mirada y los brazos. "Sí, disculpa..." Mientras ella se secaba las lágrimas y la vergüenza, él recogía el bolso que milagrosamente había permanecido a su lado. "¿Seguro?" Preguntó. Se acordó de Alberto. ¿Cómo podía alguien en una noche cambiarte tanto la vida? Se acordó de aquel papelito que confirmaba que era seropositiva. Se recolocó la peluca acordandose del plan. "Ni de coña estoy bien", mierda, lo había pensado en voz alta. El chaval miró el reloj, después la peluca. "Vamos a sentarnos un rato. Te has dado un buen susto". No lo sabía él bien.

    Repasó el plan mentalmente antes de tirarlo por la borda. Habían pasado ya varios años de aquellas noches locas, pero sólo una semana desde que aquel papelito perturbara la razón de Araceli. Venganza. Esa palabra relucía cual neón en sus sienes. Alberto había arruinado su vida y no quedaría impune. La idea que había ido hilando su mente era cruel y retorcida. Sabía que Alberto tenía varios hermanos. Internet había sido su aliado. El plan era claro: seducir-contagiar. Cruel y retorcido. No podía hacerlo. Incluso con el disfraz seguía siendo ella misma. No podía. Menos mal.

    Se dejó guiar hasta una marquesina de autobús, se quitó la peluca y se atusó el pelo. Qué locura. "Oye, gracias. Pero ya estoy bien, de verdad." "Pues entonces dejaré que me invites a un café, por las molestias." No pudo evitarlo, una sonora carcajada de sorpresa estalló en los labios de Araceli. Él casi se echa para atrás, pero mantuvo el tipo. Ella dijo que sí, desde luego, era lo mínimo que podía hacer después del espectáculo que había dado.

    La conversación era ligera, fluía al ritmo de la cerveza. Ella bromeaba con que él parecía menor de edad. Él con su habilidad para caminar sobre tacones. "¡Por cierto!, ¿Cómo te llamas? ¿Angel salvador? Te pegaría!" "Jajaja ¡podría ser! Pero no, me llamo Antonio." Y besándole la mano, en tono medio de broma continuó. "Antonio Aranga Alcedo, para servirla."

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  14. Ramón Valbuena era profesor. Sabía enseñar muy bien, pero sólo sabía hacer eso. No creía que pudiese desempeñar ningún otro cargo ni realizar ninguna otra tarea. Ya lo había intentado en el pasado, pero era inútil; sin embargo, tenía una habilidad especial para hacer que los demás aprendiesen. En eso no había duda. Era el mejor.
    Ramón tenía dos hijos, una hipoteca y una prestación por desempleo. Y su mujer había caído enferma en los últimos tiempos, lo que a penas si la permitía encargarse de los dos pequeños, pero no trabajar. Dado que en la enseñanza privada no conseguía que le contratasen, a Ramón sólo le quedaba la alternativa de unas oposiciones. Pero él no podía permitirse no sacar plaza. Si las estudiaba, debía quedar entre los primeros por necesidad. Cuando leyó el Boletín Oficial del Estado y comprobó que tan sólo se sacaban tres plazas para más de dos mil aspirantes, además de otras tres para discapacitados, entró en cólera. Maldijo a la administración pública y cayó en una profunda desesperación… ¿qué hacer? ¿Qué hacer?
    De su imperante necesidad y de la agonía de la impotencia, fue emergiendo desde las entrañas hasta su cabeza un plan, un peligroso y delicado plan, con el que sus posibilidades de conseguir plaza fija se multiplicaban hasta tal punto, que casi era seguro. La idea se deslizó a escondidas como una burla fantasiosa en su cerebro, arrastrándose hasta poner en contacto un pensamiento con otro, y cuando quiso desecharla, ya no había marcha atrás. Cuanto más pensaba que no debía acometer dicho plan, por descabellado que era, más infalible se representaba en su mente. Es una locura… sí, pero es que no puede fallar. Llevarlo a cabo supondrá un trabajo seguro y en mis circunstancias no puedo rechazarlo…
    Así, con la idea madurando en su cabeza, repitiéndose los detalles una y otra vez, comenzó a estudiar las oposiciones como todos los demás aspirantes, esperando su momento para dar el golpe.
    Se aisló en un viejo taller, en la casa de campo de unos parientes y se dedicó a estudiar como nunca en su vida lo había hecho. De vez en cuando, mientras repasaba mentalmente algún tema o tomaba algún respiro de leer, levantaba la mirada y sus ojos tropezaban con las herramientas del sótano. Viejas, frías y acusadoras, pues en su oxidado metal se reflejaban los terribles pensamientos de Valbuena. Estudiaba, leía, repasaba y levantaba la cabeza para mirar un hacha. Y ese hacha se clavaba cortante en su mente todas las veces, pero no podía echarse atrás. Lo iba a hacer.

    Finalmente, llegó el día del examen y Ramón Valbuena llegó con la fiereza de la desesperación y la máxima convicción en sus ojos. Se sentó junto con los más de dos mil aspirantes y comenzó a hacer el examen con creciente seguridad, pues sabía que gracias a su plan, no iba a tener que competir con todos. No… una oscura sonrisa se dibujó de pronto en el pálido y sudoroso rostro de Ramón. Había tomado conciencia real de las consecuencias directas de su estratagema. Sus competidores a penas eran en realidad media docena de personas. Él ahora estaba con todo su alma y su cuerpo en el examen… bueno, toda su alma y “casi” todo su cuerpo. En el antiguo taller, su mano izquierda reposaba junto al hacha clavada en la mesa. Y los seis discapacitados que se presentaban para obtener una de las tres plazas reservadas a ellos, ahora eran siete.

    Las notas salieron un miércoles y Ramón Valbuena obtuvo una plaza, pero tuvo ganas de vomitar y llorar, Su nota había sido la mejor de TODAS.

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  15. Percival vs Mendel (parte I)

    Percival Wilson era negro. Más negro que el carbón en la noche. Curiosamente era hijo de Margaret McCormick y John Wilson, ambos irlandeses de pura cepa, de tez blanca semitransparente y pelo rojizo. Cuando nació, Margaret y John atravesaron una crisis de desconfianza que duró un par de meses, hasta que la cuestión se zanjó cuando ella le convenció de que Percival era en realidad tan blanco como sus otros siete hijos, estos sí, pelirrojos pecosos y blanquecinos de verdad.
    Margaret era una mujer de mucho carácter y nunca admitía estar equivocada. Cuando se le llevaba la contraria podían abrirse las puertas del mismo infierno antes que dar su brazo a torcer. Por su parte John era más bien de carácter sumiso y conciliador. Tranquilo por naturaleza y de gesto parsimonioso, estaba siempre dispuesto a ceder con tal de no sufrir por la tensión de una disputa. Así pues, Percival se crió en el convencimiento de su blancura, que su padre, sobre todo, se esforzaba cada día en transmitirle para no reabrir de nuevo la discusión con su querida, pero también temida, esposa.
    De esta forma y con el paso de los años, se fue generando un complicado conflicto interno en el pobre Percival, que seguía viéndose negro en el espejo, lo cual creía era un defecto congénito en su sentido de la vista. Esto derivó en varios problemas que se acrecentaban con la edad. Por un lado, igual de orgulloso que su madre, no le gustaba admitir una debilidad y por tanto aprendió rápidamente a mentir a los demás y a sí mismo asegurando que él también se veía blanco. Por otro lado, tuvo durante toda su infancia una terrible confusión entre las cosas que eran realmente negras y las que no lo eran. A veces, para reafirmar ante otros su agudísima visión, decía cosas como “Oh! ¿Os habéis fijado amigos? Nunca había visto una noche tan blanca como esta…” o “¡Papá, no consigo ver el carbón que me pides que lleve a la estufa, aquí fuera ha nevado y todo está blanco como un cuervo!”
    Tardó en aprender que su sentido de la vista sólo fallaba consigo mismo, lo que como consecuencia le hizo odiar a los negros, quienes le recordaban su problema constantemente. Aunque ver, lo que se dice ver, nunca nadie del pueblo había visto a ninguno, salvo al pequeño de los Wilson. Eso no evitó que con el tiempo, Percival se convirtiera en el más fanático de los racistas.

    En la pequeña localidad donde vivía la pálida familia, todos habían aprendido a no llevar la contraria a los Wilson y no sólo es que les concedieran esa extravagante creencia respecto al color del menor de los hijos, sino que Percival era tan persuasivo que acabó por convencer a todos los vecinos. Con tal de no meterse en problemas, los parroquianos habían interiorizado su blancura casi como él.

    En una ocasión, estaba Percival con algunos aldeanos en la taberna, con los que discutía acaloradamente sobre la idoneidad de la esclavitud para todos los negros, cuando un forastero que estaba de paso entró para resguardarse de la lluvia que arreciaba fuera y tomarse algo caliente. El hombre era de facciones austro-húngaras, algo cuadrado su rostro, la boca como una línea de dureza y rectitud, pero perfil suave y redondeado. Se dirigió a una mesa cercana sin atender a los exabruptos dignos del Klan que flotaban en el ambiente, no sin notar la extraña impostura de aquel odio. Se quitó el chaquetón empapado para colgarlo en el respaldo de una silla, descubriendo

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  16. (parte II)

    un atuendo eclesiástico que le delataba como monje agustino, y alzó distraídamente su mirada curiosa e inquisitiva que brillaba a través de unas pequeñas gafas redondas. Fue en ese instante cuando se le abrió ligeramente un pequeño bolso que colgaba precariamente de su brazo derecho, derramando en tropel unos guisantes y dejando caer una moneda que rodó hasta los pies de Percival. Con este azar caprichoso se unieron los caminos de estos dos hombres.
    Perdone, le dijo el monje a uno de los que allí estaban. ¿Podría usted recogerme la moneda? Preguntó distraídamente mientras recogía de la mesa los guisantes. Sí padre, cómo no. ¿Dónde ha caído? Allí, ahí mismo, a los pies de aquel hombre negro.
    Un silencio sepulcral cayó de pronto como un portazo súbito y helador. Los cuellos se retorcieron en trayectorias parabólicas arrastrando todas las miradas, sin párpados, hacia el monje.
    ¿Qué hombre negro dice usted? Preguntó el parroquiano mirando temeroso de reojo a Percival. ¿Cómo que qué hombre negro? El único que hay… lo tiene usted delante. La moneda está justo ahí, a sus pies.
    Entonces se le acercó Percival con paso decidido y con el dedo índice muy estirado grito: ¡¡Yo no soy negro!!
    Y bajando la voz y al oído del forastero, añadió: Le perdonaré porque es usted un hombre de Dios y extranjero, por lo que ignora algunos detalles. Verá, yo no soy negro, es que tengo un problema en la vista… pero por favor no mencione esto último, padre.
    Gregor Johann, el monje, entre divertido y perplejo, decidió seguirle el juego, a ver a dónde conducía este absurdo.
    ¿Y no ha ido usted al oculista?
    No, pero voy a misa cada domingo, padre.
    ¿Y de dónde es usted amigo…?
    Percival, Percival Wilson es mi nombre, y soy de aquí de toda la vida, de ascendencia pura irlandesa ¡desde el principio de los tiempos! Añadió sonriente inflándose de orgullo. Y usted padre… ¿cómo ha dicho que se llamaba?
    Gregor, Gregor Johann Mendel, de Austria. Verá, es que esto que me asegura usted me plantea cierto problema… Siéntese y tome algo conmigo si tiene a bien, mientras le cuento.

    El devoto agustino, con acento alemán, empezó a explicarle con paciencia y nitidez algunas de las últimas cosas que había descubierto. Le mostró los guisantes que llevaba en la bolsa y los desplegó uno a uno cuidadosa y esquemáticamente encima de la mesa hablándole de cruzamientos, fenotipos dominantes y recesivos y de algo que llamaba genética…
    Tras un buen rato de académica disertación, Mendel miro a aquel hombre negro con la esperanza de que concluyera por sí mismo, como diciendo: ¿y bien?
    Bueno, esto que me cuenta usted es verdaderamente muy interesante, comentó Percival. Y no hace sino reforzarme aún más en mi convicción: Tengo un terrible problema en la vista! Probablemente heredado por parte de padre.

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  17. (parte III)

    ¿Y no se plantea usted que igual su vista está perfectamente y que lo que heredó de su padre fue otra cosa?
    En ese momento se acercó el doctor de la aldea, que había ayudado con el parto de Percival y que había escuchado la conversación. Puedo asegurarle a usted, padre, que este hombre es hijo de Margaret.
    Bien, eso nos deja claramente al padre como único posible portador. ¿Portador de qué? Bueno, del fenotipo de piel oscura… vamos, que el padre de Percival era negro sin duda…
    Bueno, eso es harto difícil… nosotros nunca hemos visto un negro, señor. ¡Pero si lo tienen delante! Restalló Mendel. Los vecinos cruzaron sus miradas, miraron a Percival y finalmente el doctor habló por todos. Padre, nosotros no vemos a ningún negro aquí. Cansado de la absurda disputa, Mendel se fue discutiendo, acompañado por todos en ruidosa procesión, al registro del consistorio donde había una pila de libros con anotaciones diarias de eventos, anécdotas y en resumen la historia del pueblo desde hacía unos doscientos años. Buscando no consiguió encontrar ni la más mínima referencia de la llegada de esclavos negros ni de la llegada en fin de ninguna persona de color a la aldea, jamás.
    Entonces, poco a poco, Mendel empezó a dudar de sí mismo y vio peligrar de pronto todo el trabajo de su vida, su gran obra, tan sólo por el asalto de una duda… ¿y si…? O bien estoy loco y los demás cuerdos, pero la genética funciona, o bien están aquí todos tarados, ¡pero mis leyes no funcionan!
    ¡Maldita sea! Esta gente es tan convincente…
    Mendel abandonó la villa irlandesa algo nervioso y ensimismado. Recogió sus cosas a toda prisa y se marchó del lugar murmurando algo…
    Entre sudores fríos y casi temblando, de pronto, como un fogonazo, halló la solución al problema. Mirando de reojo a uno y otro lado del camino, mientras andaba, como si temiese que alguien pudiese ver lo que pensaba, dedujo: Bueno, a fin de cuentas, si es negro pero nadie lo ve, a efectos prácticos mis leyes de la genética quedan inalteradas. Percival Wilson es blanco, tan blanco como la leche. Sin ninguna duda…

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